Nací en Iquique , en 1948.
Mi educación empezó en un colegio de curas salesianos que me aterrorizaron con el cuento del pecado y el infierno. A pesar de eso, mi niñez fue felíz gracias al cariño de mis padres.
En el colegio teníamos misa diaria, con comunión, previa confesión. La fantasía de las Sagradas Escrituras y la pompa de las ceremonias me hacían la ilusión de sentirme trascendente. De tal suerte, que no perdía ocasión de participar, cuanto más cerca mejor, de las sesiones de éxtasis místico; envuelto en el aroma del incienso, rodeado del destello del oro y los colores de las capas pluviales, mitras, casullas y candelabros. Todo sumergido en los atronadores sonidos del armonio que competía con las letanías, en latín.
Fuera de la capilla el mundo era distinto, casi opuesto. Me di cuenta que las relaciones humanas eran violentas y crueles. Pregunté de todo a todos los que pude. Las respuestas me mostraron la realidad. Comprobé que los que me rodeaban, no sólo eran físicamente frágiles, sino también frágiles sus convicciones.
Y sus verdades transitorias desfilaron frente a mí cuando niño y lo siguen haciendo.Me quedé huérfano de Fe en lo que no se ve y temeroso frente a los juramentos que escucho. Buscando evidencias de divinidad que compensaran existencia tan vil, descubrí el mundo del arte y sus diferentes expresiones. Detrás de cada obra me fui topando con otros desencantados, vivos y muertos, que también aspiraban a desprenderse de la línea del horizonte. Sentí que formaba parte de esta familia. Me di cuenta que estaba salvado.
Me sumergí en la historia del arte. Entendí el miedo de mis colegas de la cueva de Altamira (que pude visitar gracias a un primo Cántabro que se llama igual que yo), que exorcizaban las bestias mediante el diseño «apoderándose» de ellas, y que inventaron toda suerte de dioses y conjuros para sentirse amparados, a falta de poder entender su sorprendente entorno. En este mundo nuevo encontré lo que más se acercaba a mis experiencias místicas de la niñez; el teatro.
Iquique, mi pueblo, quedó lejos pues la capital concentra todo lo que ocurre en el país. Llegué a Santiago de Chile en 1970 con la intención de estudiar dirección teatral. No fue posible; la efervescencia política tenía convulsionado especialmente el ámbito intelectual. A partir de 1973 todo fue peor.
Afortunadamente contaba con trabajo estable. Así pude concentrarme en el estudio de las más diversas técnicas relacionadas con el diseño teatral. Pero,cuanto más insistía en el teatro, más me acercaba a la pintura, que finalmente me atrapó.
Convencido de que, desde el dramático y noqueador impacto que produjo el Dadá, el Sol no ha visto nada nuevo, opté por la pintura de caballete y el desafío que implica el desarrollo de una técnica que los maestros de Brujas llevaron a un nivel de excelencia jamás superado.
Me aferro al libre albedrío, que no me ha resultado barato. Pinto combinaciones de formas, texturas y juegos de la luz y color, donde el ser humano es protagonista, tratando de crear espacios de paz y sosiego posibles al interior del taller.
Ladislao Cheney, pintor austro-húngaro, me enseñó la técnica del óleo, el respeto por el oficio y a agradecer a Dios, el de cada uno, por el estado de gracia que confiere el pertenecer a esta casta.
Ivan Nagy, otro magyar, hizo realidad mis sueños teatrales. Mi pintura es «realista» a secas. No es hiper ni mágica. No me he tentado con el facilismo de copiar fotos; compongo mis modelos, dibujo y pinto, observado por los maestros vivos y muertos que pasan por mi taller.
Mi pintura corre por sus propios cauces a la espera del Juicio Final.